El emprendimiento es relacionado permanentemente con iniciativas
empresariales. Reducirlo a tal categoría le quita al concepto su
significado último: la capacidad de transformar un sector o ámbito. Esto
es, no nos transformamos en emprendedores por el sólo hecho de realizar
actividades empresariales. Conozco buenos empresarios desarrollando su
actividad en campos tradicionales y siguiendo casi un manual implícito,
de cómo opera la industria o mercado en que hace negocios. Generan
empresas, montan operaciones, obtienen resultados y excedentes por su
actividad. ¿Emprenden? Digamos que son empresarios. Necesarios, vitales,
indispensables.
Al emprendedor lo distinguen sus atributos emocionales más que
instrumentales o racionales. Su pasión lo hace abrazar una anomalía que
le genera malestar y decide consagrar buena parte de su tiempo a diseñar
ofertas para eliminarla. El Médico chileno Fernando Monckeberg por
ejemplo, dedicó su carrera a emprender, orquestando el cambio que
hiciera de la desnutrición una vergüenza, una anomalía indeseada para
toda la sociedad. Creó organizaciones, utilizó financiamiento, empleó
personas y satisfizo necesidades. Actuó empresarialmente, pero fue
también más allá. Hoy, nadie en el país toleraría resignadamente la
desnutrición como un mal “normal” y acaso “inevitable”. Ese cambio
cultural, es lo que llamamos emprender: transformar no sólo el modo
práctico en que enfrentamos los problemas, también la manera como los
entendemos y concebimos culturalmente. El suyo, fue además, un
emprendimiento social.
Hecho este distingo, me parece necesario abogar por la generación de
ecosistemas que permitan tanto fortalecer la capacidad empresarial como
fomentar el emprendimiento. Cuando resolver problemas o necesidades no
basta, el emprendedor se hace imprescindible. Al profesional le
satisface hacer bien su trabajo y tener clientes satisfechos; al
artista, realizar bien su oficio y obtener el reconocimiento de pares y
su público; al empresario, tener utilidades razonables para su esfuerzo
en el negocio. El emprendedor rara vez está satisfecho. Es un
inconformista consumado, que lidera los cambios. Es una especie rara en
un ecosistema rígido y luce orgulloso su rareza. El emprendimiento no
reconoce ámbito y puede ser económico, cultural o social.
Stephan Schmidheiny, fundador del Grupo Nueva. Holding controlador de
Masisa, ha dedicado su esfuerzo empresarial a alinear los intereses de
empresas y sociedad civil. Schmidheiny entiende que no hay “buen negocio
en comunidades pobres”, por lo que promover la erradicación de la
pobreza, la protección ambiental y el crecimiento económico, deben ser
parte de las estrategias empresariales, más allá incluso de la RSE, planteando que al meno un 10% de las ventas de su compañía, deben provenir de negocios inclusivos desarrollados con o en, la Base de la Pirámide – BdP-, esto es, la población de más bajos ingresos.
Este empresario y emprendedor suizo con profundo conocimiento de
América Latina, impulsó AVINA, fundación que establece alianzas
estratégicas con Ashoka, WRI, Endeavor y FUNDES, entre otras, para
cumplir su misión y fue uno de los pioneros en promover la
sustentabilidad ambiental, ya desde la Cumbre de Río en 1992. De este modo se hace cargo de la anomalía que entiende a la empresa como un mero agente productivo o económico.
Son muchísimas las anomalías en Chile y el mundo, que están esperando
por emprendedores ávidos de consagrarse a superarlas. Faltan
emprendedores en el país, y el ecosistema de fomento actual se focaliza
exclusivamente en la actividad empresarial individual y en los
proyectos, no en las personas. Importa más la persona del emprendedor
que un buen proyecto, no existen las ideas, sino personas que sueñan
realizarlas. Para emprender necesitamos cultivar la habilidad de hacer
ofertas poderosas que hagan sentido y transformen las vidas de personas y
comunidades. No sólo comercializar “con éxito” un buen producto o
servicio.
Un artículo de Hector Jorquera
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